martes, 27 de septiembre de 2016

Overruled CAPITULO 2


Capitulo 2




Siete meses después…

Siete meses después…
—¡Ahhhhhhhhhh! Esto no puede ser normal. El Dr. Higgens sigue diciendo que lo es, pero no hay manera de que sea cierto.
 —¡Gaaaaaaaaaaaa! Crecí en una granja. He visto todo tipo de nacimientos: vacas, caballos, ovejas. Ninguno sonaba como esto.
—¡Uhhhhhhhhhh! ¿Esto? Esto es como una película de terror. Como El Juego del Miedo… Una masacre.
—¡Rrrrrrrrrrrrrrrrr! Si esto es por lo que tiene que pasar una mujer para tener un bebé. ¿Por qué siquiera tienen sexo?
—¡Owwwwwww! Ni siquiera yo estoy seguro de querer correr el riesgo de tener sexo de nuevo.

Masturbarse se ve mucho mejor ahora de lo que lo hacía ayer. Jenny grita tan fuerte que mis oídos duelen. Gimo mientras su agarre se aprieta en mi mano ya sensible. El aire está lleno de sudor y pánico. Pero el Dr. Higgens sólo se sienta allí, en un taburete, ajustando sus gafas. Luego se prepara, las manos en sus rodillas, y observa entre las piernas abiertas de Jenny de la misma forma en que mi madre mira de reojo hacia el horno durante Acción de Gracias, tratando de decidir si el pavo está listo o no.
 Quedándose sin aire, Jenny se derrumba sobre las almohadas y gime—: ¡Me estoy muriendo, Peter! Prométeme que cuidarás del bebé cuando me haya ido. No dejes que llegue a ser un idiota como tu hermano, o una puta como mi hermana. Su flequillo rubio está oscuro por el sudor. Lo quito de su frente.
 — Oh, no lo sé. Los idiotas son divertidos y las zorras tienen sus puntos buenos.
—¡No seas condescendiente conmigo, maldita sea! ¡Me estoy muriendo! El miedo y el agotamiento ponen un broche de presión extra en mi voz.
—Escucha, no hay una maldita manera en que me estés dejando para hacer esto solo. No estás muriendo. Luego me dirijo al Dr. Higgens.
—¿No hay algo que pueda hacer? ¿Algún medicamento que pueda darle? ¿Y a mí? Normalmente no soy un drogadicto, pero en este momento vendería mi alma por una pastilla. Higgens sacude la cabeza.
—No servirá de nada. Las contracciones vienen demasiado rápido… tienen uno de los impacientes allí. ¿Rápido? ¿Rápido? Si cinco horas es rápido, no quiero saber lo que es lento. ¿Qué demonios estamos haciendo? No es así como se suponía que nuestras vidas serían. Soy el mariscal de campo. Soy el puto mejor estudiante, el inteligente. Jenny es la reina del Baile de Bienvenida, y la capitana de las animadoras.
O al menos lo era, hasta que su panza se hizo demasiado grande para el uniforme. Se supone que tenemos que ir al baile el próximo mes. Deberíamos estar pensando en las fiestas de graduación y las fogatas, deberíamos estar teniendo sexo en el asiento trasero de mi camioneta y recolectando tantos buenos momentos con nuestros amigos como podamos antes de ir a la universidad. En su lugar, vamos a tener un bebé. Uno de verdad, no del tipo huevo duro que te hacen llevar a todas partes durante una semana en la escuela.
Rompí el mío, por cierto. —Voy a vomitar.
—¡No! —grita Jenny como una vaca loca—. ¡No tienes permiso para vomitar mientras yo estoy siendo rasgada por la mitad! ¡Sólo aguántate! ¡Y si sobrevivo y me tocas de nuevo, voy a cortarte el pene y a alimentar la astilladora de leña! ¿Me escuchas? Eso es algo que un hombre sólo tiene que escuchar una vez.
—De acuerdo. Aprendí hace unas horas que lo mejor es estar de acuerdo con todo lo que diga. De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo. Lynn, la alegre enfermera, limpia la frente de Jenny.
—Ahora, ahora, no cortarás cosas. Te olvidarás de todo eso cuando tu bebé esté aquí. Todo el mundo ama… los bebés, son una bendición del Señor. Lynn es demasiado feliz para ser real. Apuesto a que se tomó todas las drogas, ahora no hay nada para nosotros.
Otra contracción golpea. Los dientes de Jenny se aprietan mientras empuja y gruñe a través de ella. —La coronilla del bebé —anuncia Higgens, acariciando su rodilla—. Un lindo y fuerte empujón debería lograrlo. Me pongo de pie y miro por encima de la pierna de Jenny. Veo la cima de la cabeza, empujando contra mi lugar favorito en el mundo entero. Es extraño y repugnante, pero… pero también un poco increíble. Jenny cae de nuevo, pálida y drenada. Sus sollozos hacen que mi garganta quiera cerrarse.
—No puedo. Pensé que podía hacerlo, pero no puedo. Por favor, no más. Estoy tan cansada. Su mamá quería estar aquí, y discutieron al respecto. Porque Jenny dijo que sólo quería que fuéramos nosotros. Ella y yo… Juntos. Suavemente, levanto sus hombros y me deslizo detrás de ella sobre la cama, apoyando mis piernas a cada lado. Mis brazos rodean su estómago, mi pecho contra su espalda y su cabeza se apoya contra mi clavícula. Llevo mis labios a su frente y mejilla, murmurando palabras sin sentido, suaves, de la misma manera que le susurro a un caballo asustadizo.
—Shhh. No llores, cariño. Lo estás haciendo tan bien. Ya casi hemos terminado. Sólo un empujón más. Sé que estás cansada, y siento que te duela. Uno más y podrás descansar. Estoy aquí contigo, lo haremos juntos. Su cabeza se vuelve hacia mí con cansancio.
—¿Uno más? Le doy una sonrisa.
—Eres la chica más dura que conozco. Siempre lo has sido —guiño—. Lo tienes. Toma unas cuantas respiraciones profundas, preparándose psicológicamente.
—Está bien —respira—. Está bien. —Se sienta más derecha, levantando sus rodillas. Sus dedos sujetan mis manos cuando llega la siguiente contracción. La sala se llena de largos gemidos guturales durante una docena de segundos y luego… un grito agudo perfora el aire. El llanto de un bebé. Nuestro bebé.
Jenny jadea y respira entrecortadamente, con repentino alivio.
El Dr. Higgens sostiene nuestro cursi bebé retorciéndose, y pronuncia—: Es una niña. Mi visión se torna borrosa y Jenny se ríe. Con lágrimas corriendo por su rostro se vuelve hacia mí.
—Tenemos una niña, Peter. —San-ta mierda. Y nos reímos, lloramos y aferramos el uno al otro, todo al mismo tiempo. Unos minutos más tarde, Lynn, la enfermera feliz, trae un paquete de color rosa sobre ella y lo coloca en los brazos de Jenny.
—Oh, Dios mío, es perfecta —suspira Jenny. Mi silencio asombrado debe preocuparle, porque pregunta—: No estás decepcionado de que no sea un niño, ¿verdad?
—Nah… Los muchachos son inútiles… Nada más que problemas. Ella es… es todo lo que quería. No estaba preparado. No sabía que se sentiría así. Una nariz pequeña, dos perfectos labios, pestañas largas, un mechón de pelo rubio, y manos que ya puedo decir que son versiones en miniatura de las mías. En un instante, mi mundo se pone de cabeza y estoy a su merced. A partir de este momento, no hay nada que no haría por esta hermosa criatura. Rozo mi dedo contra su suave mejilla, y a pesar de que se supone que los hombres no hablan como tontos, lo hago.
—Hola, pequeña niña.
—¿Tienen un nombre para ella? —pregunta la enfermera Lynn. Los ojos sonrientes de Jenny se encuentran con los míos antes de volver a la enfermera Lynn. —Presley. Presley Evelynn Lanzani. Evelynn es por la abuela de Jenny. Pensamos que podría pensarlo mejor si alguna vez encuentra esos cartuchos de escopeta. Los ha estado buscando muy duro todavía desde que Jenny y yo anunciamos que no íbamos a casarnos. Demasiado pronto, la enfermera Lynn se lleva al bebé para obtener las impresiones y vestirla. Bajo de la cama mientras que el Dr. Higgens hace su trabajo entre las piernas de Jenn. Luego sugiere—: ¿Por qué no vas fuera y les das a sus familias la buena noticia, hijo? Han estado ahí fuera esperando toda la noche. Miro a Jenny, que asiente con aprobación. Tomo su mano y beso la parte posterior de la misma. —Te amo.

Sonríe, cansada pero feliz.
—Yo también te amo. Camino por el pasillo, a través de las puertas de seguridad, y hacia la zona de espera. Allí encuentro una docena de las personas más cercanas en nuestras vidas, llevando diferentes máscaras de anticipación e impaciencia. Antes de que pueda decir una palabra, mi pequeño hermano, Marshall, el que no es un idiota, demanda—: ¿Y bien? ¿Qué es? Me agacho para estar a su nivel y sonrío.
 —Es… es un ella.  
Dos días más tarde, até el asiento para bebé en el coche, comprobando cuatro veces para asegurarme de que se encontraba bien, y me llevé a Jenny y a Presley a casa. A la casa de sus padres. Y sólo dos meses después de eso, las dejé, viajando dos mil kilómetros hacia la Universidad de Columbia, Nueva York.  
 


 
 
 

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